Historia de un cura 11 y 12
11. El pequeño cuidador de vacas
Los granos y las espigas
Luis
Moglia confió a Juan al vaquero de la granja, el viejo José, al que todos
llamaban «tío». Por la mañana temprano, Juan se presentaba ante él y le echaba
una mano en el trabajo del establo. Primero ordeñaban las vacas llenando
grandes baldes de leche. Después sacaban, con la horquilla y la carretilla, el
estiércol y lo sustituían por un «lecho seco de paja», para que las vacas
pudieran recostarse tranquilas.
Llegaba
entonces el momento de darles el «desayuno». Juan subía al henil y tiraba en
los comederos el heno. Luego, el tío José llevaba los animales al abrevadero.
Aún quedaba el último trabajo: cepillar enérgicamente la dura piel de las vacas
para que estuvieran bien limpias, y las moscas y los tábanos no las
atormentaran.
Ahora
era el momento de «su» almuerzo. Se sentaban sobre un montón de paja y
masticaban despacio el pan.
Antes
del desayuno, de la comida y de la cena, Margarita había enseñado a su hijo a
ponerse de rodillas y a recitar la oración del Angelus. Juan permaneció
fiel a aquella oración también en la hacienda Moglia, y José frecuentemente le
tomaba el pelo por ello. Un día él volvía sudado del campo y vio a Juan de
rodillas rezando. Soltó, medio en bromas medio en serio: «Así va el mundo. Los
dueños sudan y los aprendices rezan».
Juan
se había encariñado ya con aquel viejo áspero y bondadoso, y le respondió: «Mi
madre me ha enseñado que, si se reza, de dos granos nacen cuatro espigas. Pero
si no se reza, de cuatro granos nacen sólo dos espigas. Por tanto, debería
rezar también usted». El viejo rio y rezongó: «Ha hablado el maestro».
El
sábado por la tarde, Juan se acercaba a la señora Dorotea y le pedía permiso
para escuchar la primera Misa del día siguiente. Dorotea no entendía el motivo
de aquella caminata de una hora de duración hecha casi en la oscuridad y alguna
vez entre la nieve. Y menos cuando a las once todos los domingos, la familia
iba a la Misa mayor, guiada por el señor Luis, y Juan los acompañaba. Quiso
aclararse y un domingo por la mañana, de incógnito, lo siguió. Vio que, una vez
que entraba en la iglesia, Juan iba a confesarse con el párroco don Cottino, escuchaba
la Misa y recibía la Comunión. Entonces entendió: en la «Misa mayor» que se
decía antes de mediodía, en aquellos tiempos no se distribuía la Comunión a los
fieles. Para poder recibir la Eucaristía, Juan hacía todos los domingos aquella
caminata.
Vuelven los cuentos sobre el granero
El
domingo a mediodía los chicos se aburrían un poco. No sabían cómo jugar con la
nieve o con la lluvia en los prados. Cierto domingo, Juan pidió subir con ellos
al granero. Hizo algunos juegos de magia, que arrancaron aplausos. Y después se
puso a contarles historias. No tenía consigo Los Reales de Francia, pero
a fuerza de leerlo lo recordaba de memoria. Les contaba los hechos más bonitos
de la vida de Jesús, como se los había contado su madre. Los chicos y las
chiquillas escuchaban encantados.
El
hecho se difundió: el aprendiz de los Moglia contaba cuentos bellísimos. El granero
se convirtió en un multitudinario lugar de encuentro. Los domingos a mediodía
llegaban corriendo «todos los chicos y chicas de las familias cercanas y subían
todos al granero» (Testimonio de Dorotea).
Y he
aquí dos recuerdos de Dorotea transcritos por don Segundo Marchisio: «Yendo a
guiar los bueyes, atados al arado, tenía siempre el libro en la mano. Así,
tiraba con la derecha de los bueyes y con la izquierda sostenía el libro. No se
le vio ir al pastizal ni una sola vez sin libro, sino que se ponía a la sombra
de algún arbusto para estudiar o leer».
Luis
Moglia no se lamentaba: el trabajo estaba bien hecho. Pero sacudía la cabeza
con extrañeza. Un día le preguntó por qué leía tanto y oyó responder: «Porque
quiero ser sacerdote». Luis pensó en esto, y volvió a sacudir nuevamente la
cabeza: para pagarse los estudios hasta llegar a ser sacerdote, médico o abogado,
en aquel tiempo eran necesarias de 6 a 10 mil liras (una treintena de millones
de 1986). ¿De dónde las sacaría aquel muchacho?
A la espera de Dios y de los hombres
A don
Marchisio le contaron un episodio extraño: «Un día apacentaba sus vacas en un
prado poco distante de la granja. De repente, la dueña, Dorotea Moglia, y su
cuñado Juan Moglia ven que Bosco está de rodillas muy cerca de una vaca. Creen
que esté durmiendo al sol y lo llaman en voz alta, pero como no lo ven moverse,
Juan Moglia se dirige hacia él llamándole. Al aproximarse pudo comprobar que
Bosco estaba arrodillado y que sostenía un libro entre las manos caídas. La
cara estaba dirigida graciosamente al cielo y tenía cerrados los ojos.
Moglia,
tocándolo ligeramente le dice: “¿Por qué duermes así al sol?”. “No, no,
respondió Bosco, yo no dormía”; y diciendo esto se levantó muy confundido por
haber sido descubierto en su meditación» (DESR, 421-22).
Dorotea
y Juan no se habían dirigido a Juan preocupados sólo porque durmiera al sol. En
aquel tiempo, los aprendices desnutridos tenían la costumbre de ordeñar a
escondidas las vacas y de beber la leche mientras estaban en el prado. Estaban,
por tanto, vigilándole.
Al
verle arrodillado «muy cerca de una vaca», los dueños sospecharon también de
él. Pero lo encontraron absorto en oración. Pedro Stella, en uno de los raros
momentos en los que cede a la emoción, comenta: «No fueron por consiguiente
años inútiles, de paréntesis, sino que en ellos se arraigó más profundamente en
él el sentido de Dios y de la contemplación.
En
ellos pudo experimentar la soledad o el coloquio con Dios durante el trabajo
del campo. Son años que se pueden definir de espera atenta y suplicante, de
espera de Dios y de los hombres» (1, 36).
La chiquilla enfadada
En
ocasiones bajaba a jugar al prado Ana, la chiquilla de los Moglia. Estaba
cansada de estar sola y quería jugar con alguien. Pero Juan a menudo no se daba
cuenta de su presencia y continuaba leyendo. Ana se enfadaba: «¿Por qué no
juegas conmigo?». Juan le sonreía: «Debo hacerme sacerdote y para ello tengo
que estudiar». Ana, enfurruñada, meneaba la cabeza: «No es verdad. Tú serás un cuidador
de vacas como el tío José».
«Escúchame
bien —le dijo un día Juan—. Yo seré cura de verdad, y tú un día vendrás a
confesarte conmigo.»
Así
ocurrió. Ana se casó en Moriondo con José Zucca, se convirtió en madre, y con
frecuencia iba al Oratorio de Valdocco con sus hijos. En la pequeña iglesia de
San Francisco de Sales se confesaba con Don Bosco y escuchaba la Misa. Don
Bosco la acogía con alegría, como a una hermana.
Un
día de 1828, el dueño llevó a Juan a plantar una nueva hilera de vides. Aquel
trabajo cansó mucho a Juan. Al final dijo: «Me han costado mucho, pero durarán
más que las otras». Dorotea, sesenta años después contaba: «Las vides plantadas
por otros en tantas otras hileras han sido cambiadas dos veces porque no daban
fruto; la hilera plantada por Don Bosco produce todavía el doble de fruto; y de
aquella hilera, Don Bosco conservaba siempre un cariñoso recuerdo, informándose
con frecuencia y deseando probar su uva» (DESR, 422s; MBe 1, cap. 22).
12. Un viejo sacerdote y cuatro cuartos
Despedida en la era
Un
tío de Juan, Miguel Occhiena, llegó a la era de la granja Moglia en los
primeros días de noviembre de 1829. Juan estaba sacando las vacas del establo.
Tuvieron una conversación franca, «entre hombres». Por San Martín (11 de
noviembre) finalizaban los contratos agrícolas. Muchos jóvenes hacían el
hatillo y regresaban a casa. Juan dijo a su tío que no se sentía con fuerza
para permanecer allí otro año. Le trataban bien, pero él quería estudiar.
Dentro de algunos meses cumpliría 15 años.
Permanecer
otro año significaba decir adiós para siempre a sus últimas posibilidades.
Miguel
Occhiena tenía relaciones comerciales con el Seminario de Chieri (era el
proveedor de vino). Podía acercarse a los sacerdotes de la zona y encontrar
alguno que estuviera dispuesto a dar clases al sobrino. Y si no lo lograba,
siempre estaba la escuela de Castelnuovo.
La
conclusión fue que Juan terminase el contrato con los Moglia y volviera a I
Becchi.
Luis,
Dorotea, «tío» José y Ana se despidieron de Juan. Le hubieran mantenido
gustosamente con ellos, pero habían entendido que su camino era otro. Incluso
Ana, pensaba ahora que aquel chico serio e inteligente podía llegar a ser algo
más que un «vaquero».
En
casa hubo una segunda discusión seria, esta vez con Antonio, que tenía 21 años
y se preparaba para casarse. Después de recibir garantías de que el
mantenimiento de Juan y el pago de sus estudios no recaerían sobre él, aceptó
que hiciera lo que quisiera.
El
tío Miguel comenzó a moverse y a preguntar a algunos sacerdote. Pero la
solución llegó por otro lado.
Don Calosso
En
aquel noviembre, en Buttigliera, se celebró una misión extraordinaria. Fue
mucha gente y también Juan. Por la tarde regresaba a casa mezclado con el resto
de la gente que venía de Morialdo y de I Becchi. Había también un sacerdote muy
anciano, desde hacía apenas unos meses nombrado capellán en Morialdo. Caminaba
encorvado y había querido acompañar en la «misión» a sus parroquianos.
Se
llamaba Juan Melchor Calosso (¡llevaba los mismos nombres que el muchacho con
el que se iba a encontrar!). Se había licenciado en teología en la Universidad
de Turín en el lejano 1782, y nueve años después había sido nombrado párroco de
Bruino.
Después
de 22 años en ese cargo se había retirado para curarse de su inestable salud.
Había sido huésped de su herma- no, el párroco de Berzano, y en el verano de
aquel año 1829, había aceptado la capellanía de Morialdo. Tenía ya 70 años.
Durante
el camino, don Calosso vio a aquel chico bajito, de cabellos ensortijados y al
que no había visto nunca entre los suyos (Juan había regresado hacía muy poco
de la granja Moglia). Para hacerse amigo de él se acercó con bondad. En sus Memorias,
Don Bosco cuenta este encuentro y reconstruye el diálogo entre él y el anciano
sacerdote.
«—¿De
dónde eres, hijo mío? ¿Has venido tú también a la misión?
—Sí,
he estado en el sermón de los misioneros.
—¡Quién
sabe si habrás entendido algo! Tal vez tu madre te hubiera podido hacer un
sermón más oportuno. ¿No es verdad?
—Es
verdad, de mi madre recibo con frecuencia buenos sermones. Pero me parece que
he entendido también a los misioneros.
—Ánimo,
si me dices cuatro palabras del sermón de hoy, te doy cuatro monedas. (...)
Sin
dificultad expuse la introducción, y después los tres puntos del desarrollo
(...). Don Calosso me dejó hablar durante más de media hora mientras
caminábamos detrás de la gente. Después me preguntó:
—¿Cómo
te llamas? ¿Quiénes son tus padres? ¿Has ido a la escuela?
—Me
llamo Juan Bosco. Mi padre murió cuando yo era todavía niño y mi madre es viuda
con tres hijos que mantener. He aprendido a leer y a escribir.
—¿No
has estudiado la gramática latina?
—No
sé lo que es eso.
—¿Te
gustaría estudiar?
—Muchísimo.
—¿Qué
te lo impide?
—Mi
hermano Antonio. Dice que ir a la escuela es perder tiempo.
Pero
si pudiese ir a la escuela, yo no perdería el tiempo. Estudiaría mucho.
—¿Y
por qué querrías estudiar?
—Para
ser sacerdote. (...)
Estas
palabras mías, sinceras y francas, impresionaron mucho a don Calosso, que
continuaba mirándome. Llegamos así a un cruce donde nuestros caminos se
separaban. Me dijo estas últimas palabras:
—No
te desanimes. Yo pensaré en ti y en tus estudios. El domingo vienes a buscarme
con tu madre, y verás cómo lo arreglaremos todo.
El
domingo siguiente fui a su casa con mi madre» (Memorie, 24ss.).
Acordaron
que Juan iría a estudiar y a estar todo el día con el anciano sacerdote. Volvería
a casa sólo para dormir.
Para
Juan comenzaron días felices.
«Probé
por primera vez la seguridad de tener un guía, un amigo del alma. Como primera
cosa me prohibió una penitencia que hacía, no acorde con mi edad. En cambio, me
animó a acudir con frecuencia a la confesión y a la Comunión. Me enseñó también
a hacer cada día una pequeña meditación, o mejor una lectura espiritual (...).
Estudié toda la gramática y me ejercité en la redacción.
En
Navidad comencé la gramática latina. (...) Era feliz» (Memorie, 22ss.).
Cuando murió la esperanza
Pero
la felicidad de Juan fue desgraciadamente breve. Había ido a I Becchi a hacer
unas compras, cuando llegó alguien para avisarlo de que don Calosso había
sufrido una apoplejía y quería verlo. Era noviembre de 1830, un año exacto
desde el primer encuentro con el anciano sacerdote.
«No
corrí, volé. Mi queridísimo don Calosso estaba en la cama y no podía hablar.
Pero me reconoció, me dio la llave de la caja donde estaba el dinero, y me hizo
señas de que no se la diera a nadie. Después de dos horas de agonía se fue con
Dios. Con él moría toda esperanza» (Memorie, 29).
Verdaderamente
quedaba una esperanza todavía: la cajita que abría la llave contenía seis mil
liras, los ahorros de toda su vida. Confiándole aquella llave, don Calosso
había indicado claramente que aquel dinero debía utilizarse para sus estudios,
para entrar en el seminario y convertirse en sacerdote.
Pero
los gestos de un moribundo, legalmente, no tienen valor. O hay un testamento, o
los bienes pasan a los legítimos herederos. Los sobrinos de don Calosso, cuando
llegaron, fueron muy amables con Juan. Le dijeron: «Parece que el tío quisiera
dejarte a ti este dinero. Toma todo lo que quieras». Juan pensó un poco sobre
ello y después dijo: «No quiero nada» (MBe 1, 188). Y les entregó la llave.
Estaba de nuevo y solamente en las manos de Dios.
Actividad
1. ¿Qué
es lo que más te ha llamado la atención de la lectura?
2. ¿Es
importante la oración de la mañana para ti? ¿Llegas puntual a la plegaria de la
mañana? ¿Por qué?
3. ¿Hizo
bien Juan Bosco en no tomar nada de la herencia de Don Calosso?
4. Escoge
cinco palabras nuevas y escribe su significado.
Historia de un cura 9 y 10
9. La
primera Comunión
Un libro
que le acompañará toda la vida
En febrero de 1826 murió
la abuela. Para Juan supuso un dolor profundo. (El nieto más pequeño, ya se
sabe, es el preferido de la abuela.) Pero fue también una pérdida relevante
para la familia: la viejecilla era autoritaria, pero estaba atenta a los
chiquillos y sabía levantar la voz cuando era necesario.
Fue probablemente con
ocasión de la sepultura cuando mamá Margarita se desahogó con el párroco don
Sismondo. Juan crecía visiblemente, y se manifestaba (a diferencia de José)
vivaz, apasionado, incluso rebelde. Ella hacía todo lo que podía para ayudarlo
a crecer bien. ¿Pero, a la larga, la falta del padre no se sentiría? Pidió que
su niño, aunque todavía no tenía once años (en aquel tiempo era preciso haber
cumplido al menos doce) pudiera hacer la primera Comunión.
Margarita era una
cristiana verdadera, y creía que la Eucaristía daría a Juan la fuerza para
hacerse responsable, en una vida todavía abierta de par en par a la
incertidumbre. «Quizás la particular condición afectiva suya (de Juan) y de la
madre influyeron en la decisión del párroco —escribe Pedro Stella— que le
concedió la Comunión a los casi once años» (ST 1,31).
Para ser admitido a la
Comunión era necesario aprender el Breve Catecismo para los niños y
después hacer un examen. Juan leía ya bien y Margarita conocía de memoria
largos párrafos de aquel librillo.
Se llamaba Breve,
pero para un chico era largo: 14 lecciones, cada una formada por una veintena
de preguntas y respuestas, con frecuencia minuciosas y abstractas.
Evidentemente un niño de 10 años y medio no podía aprender de memoria todo
aquello. Con la ayuda de la mamá, Juan aprendió las cosas principales,
descartando las difíciles y aburridas.
El
«condensado» de Don Bosco
¿Qué tomó y qué descartó
Juan? Es difícil decirlo, pero cuando sea sacerdote y deba preparar a otros
niños a la primera Comunión, Don Bosco hará un «condensado» del Breve
Catecismo. Lo reducirá de 14 a 9 lecciones, y en cada una reducirá el
contenido a la mitad y simplificará las respuestas. Repetirá muchos años
después —podemos pensar— lo que había hecho en las colinas de I Becchi con la
ayuda de su madre.
Conmueve un poco pensar
que aquellas preguntas y respuestas fueron las primeras que Margarita ayudó a
imprimir en la mente de su Juan, orientándolo para siempre sobre los grandes
problemas de la vida y de la muerte. «Quien quiere explorar las “fuentes” de la
manera de pensar y de educar de Don Bosco, difícilmente podrá exagerar el
influjo ejercido por el Breve Catecismo que él aprendió de su madre» (P.
Braido).
Del «condensado» que Don
Bosco hizo, transcribo la primera y la quinta lección (las exigencias de
espacio no permiten hacer más).
Aquellas palabras
sencillísimas Don Bosco las llevó siempre en la mente, las explicó a infinitos
chicos, y las presentó incansablemente en sus libros y en sus conversaciones.
Nos explican su mentalidad.
LECCIÓN
PRIMERA
Pregunta: ¿Quién
te ha creado?
Respuesta: Me ha
creado Dios.
P. ¿Con qué fin Dios te ha
creado?
R. Dios me ha creado para
conocerlo, amarlo, servirlo en esta vida, y por
medio de esto llegar a
gozar de él para siempre en la patria celeste.
P. ¿Quién es Dios?
R. Dios es un espíritu
perfectísimo, creador y Señor del cielo y de la tierra.
P. ¿Quién ha creado a
Dios?
R. Dios no ha sido creado
por nadie.
P. ¿Dónde está Dios?
R. Dios está en el cielo,
en la tierra y en todos los lugares.
P. ¿Dios ve todas las
cosas?
R. Dios ve todo, incluso
nuestros pensamientos.
P. ¿Desde cuándo existe
Dios?
R. Dios ha existido
siempre y existirá siempre.
P. ¿Cuáles son los
misterios principales de nuestra santa fe?
R. Los misterios
principales de nuestra santa fe son los de la unidad y trinidad de Dios, y el
de nuestra redención.
P. ¿Qué quiere decir
unidad?
R. Unidad quiere decir que
hay un sólo Dios.
LECCIÓN
QUINTA
P. ¿Jesucristo volverá de
forma visible a esta tierra? R. Sí, él volverá al fin del mundo.
P. ¿Qué vendrá a hacer al
fin del mundo?
R. Vendrá a juzgar a los
vivos y a los muertos, o sea, a los buenos y a los malos.
P. ¿De qué nos juzgará?
R. De todo el bien y de
todo el mal que hayamos hecho.
P. Cuando el hombre muere,
¿dónde se lleva el cuerpo?
R. Cuando el hombre muere,
su cuerpo se lleva al Sepulcro.
P. ¿Y su alma dónde irá?
R. Su alma que es inmortal
deberá presentarse delante de Dios para ser juzgada.
P. ¿Cuántas clases de
juicio hay?
R. Hay dos juicios: uno
particular, otro universal.
P. ¿Cuál es el juicio
particular?
R. Es aquel que Jesucristo
hace del alma de cada uno inmediatamente después de la muerte.
P. ¿Cuál es el juicio
universal?
R. El juicio universal es
aquel que Dios hará de todos los hombres al fin del mundo.
P. ¿Dónde van aquellos que
mueren en gracia de Dios?
R. Los que mueren en
gracia de Dios van al paraíso.
P. ¿De qué gozan los
buenos en el paraíso?
R. Estarán allí por toda
la eternidad.
P. ¿Dónde irán aquellos
que mueren en pecado mortal? R. Los que mueren en pecado mortal irán al
infierno.
P. ¿Qué penas sufrirán los
condenados en el infierno?
R. La privación de la
vista de Dios, el fuego eterno y todo tipo de mal sin bien alguno.
P. ¿Por cuántos pecados se
puede ir al infierno?
R. Basta un solo pecado
mortal16.
Mejor, al
menos un poco
Entre pregunta y pregunta,
Margarita contaba a Juan los hechos más bonitos de la vida de Jesús: la
resurrección de Lázaro, la curación de los leprosos y del ciego de nacimiento,
la multiplicación de los panes, la tempestad calmada por sus palabras, la
Última Cena, la Pasión, la Muerte y la Resurrección. Como tantas madres que han
transmitido a los hijos el gusto de imaginar y de contar, Margarita debía ser
una gran narradora. Juan, encantado, aprendía de ella a conocer y a amar a
Jesús.
En Cuaresma intentó
asistir con frecuencia a la catequesis. Si llovía, abría el paraguas y se ponía
los zuecos. El zagal compañero suyo, que lo veía salir con aquel mal tiempo, lo
contará bastantes años después.
La Pascua de 1826 caía en
26 de marzo. En la iglesia de Castelnuovo se amontonaban muchos niños, muchos
padres y madres, muchas flores y amigos. Don Sismondo no lograba tener a todos
callados. En aquella bulliciosa y un poco confusa asamblea, era difícil pensar
en el «centro» de todo: en el encuentro con Jesús.
Margarita, no obstante,
estaba al lado de su hijo. «No me dejó hablar con ninguno. Me acompañó a la
comunión. Hizo conmigo la preparación y la acción de gracias. Aquel día me
repitió varias veces:
—Hijo mío, estoy segura de
que Dios se ha convertido en el dueño de tu corazón. Prométele que te
comprometerás a ser bueno durante toda la vida.
He recordado siempre las
palabras de mi madre. Antes no tenía ninguna gana de obedecer. Respondía
siempre a quien me daba un mandato o un consejo. Desde aquel día me parece que
soy mejor, al menos un poco» (Memorie, 23).
10. A los 12 años en busca de trabajo
El libro
junto a la azada
Junto a don Lacqua, Juan
había completado la escuela elemental inferior en dos inviernos. Para Antonio
(que había tolerado ya de mala gana esta novedad) el asunto había terminado.
Ahora Juan tenía que coger la azada como todos y sudar en las viñas.
Juan en cambio tenía la
esperanza de continuar los estudios: en Castelnuovo, donde el ayuntamiento
había abierto, junto a las escuelas elementales, un curso de latín estructurado
en cinco cursos; o incluso en Chieri.
En rápidas escapadas a
Capriglio se hacía prestar nuevos libros de su maestro, y utilizaba todo retazo
de tiempo para aprender algo más.
«Con una mano cogía la
azada, con la otra la gramática.»
Junto con los otros
cavaba, sachaba, recogía la hierba. Pero, llegada la hora de la comida, se
ponía a un lado. Mientras mor- día el pan, reabría las páginas. También durante
la cena, muy entrada la tarde, había un libro constantemente abierto junto a su
plato.
«No obstante tanto trabajo
y tanta buena voluntad —escribe Don Bosco—, Antonio no estaba satisfecho. Un
día, con tono decidido, dijo a mi madre y a mi hermano José:
—Es hora de acabar con
esta gramática. Yo me he hecho grande y fuerte y no he tenido nunca necesidad
de libros.
En un arrebato de dolor y
de rabia respondí:
—Tampoco nuestro burro ha
estado en la escuela, y es más fuerte que tú.
Con aquellas palabras Antonio
se enfureció y a duras penas pude escapar de una lluvia de puños y de tortas.
Mi madre estaba consternada y yo lloraba» (Memorie, 27s).
El frío
en el corazón
Este choque (el último de
una larga serie) tuvo lugar en enero de 1827. Cada año, por la fiesta de la
Anunciación (25 de marzo), salían los padres de las familias pobres con los
hijos mayores en dirección al mercado. Allí se daban cita los patrones de las
granjas, que venían a «alquilar» los chicos por un año de trabajo. Por ocho
meses de trabajo (abril-noviembre) como aprendiz de establo o labrador en los
campos, el chico recibía a cambio el alimento y un rincón donde dormir. Su
padre cobraba de 5 a 20 liras según la fortaleza del chico-trabajador.
También Juan, si no
hubiera logrado convertirse en estudiante, después de un año y pocos meses
hubiera ido al mercado a «ofrecerse» a un amo.
Margarita, sin embargo, la
noche después del arrebato de Antonio, tomó la decisión más amarga de su vida.
De mañana llamó a Juan. Le dijo que Antonio, con sus diecinueve años, un día u
otro le hubiera podido hacer daño seriamente. Ella no lograba pararlo ni
hacerle entrar en razón.
Era mejor que Juan se
fuera de casa pronto, a buscar un puesto de aprendiz.
Le indicó algunas
alquerías de la zona de Morialdo y de Moncucco. Le habló especialmente de una
familia que conocía, los Moglia. Estos vivían en una alquería a algunos
kilómetros de Moncucco y la dueña de la casa, Dorotea Filippello, era de
Castelnuovo.
Juan obedeció a su madre.
Se fue sólo con un hatillo debajo del brazo: algún pañuelo, dos camisas, dos
libros prestados por don Lacqua (el último hilo que lo unía a un porvenir
distinto). Mamá había metido en el hato también una hogaza de pan para calmar
el hambre a lo largo de la marcha. Durante el largo camino, cuando nadie le
veía, la reblandecía con sus lágrimas. Había hielo y nieve en la carretera y en
las colinas.
Bajó hasta Castelnuovo,
después giró a la izquierda hacia Moriondo, y luego a la derecha para Moncucco.
Ocho kilómetros. Lo intentó en las alquerías indicadas por la madre, pero allí
no tenían trabajo para un niño. A mediodía, con el frío que se metía hasta el corazón,
llegó a la granja de los Moglia. Era su última esperanza.
´
La
familia sobre la era
En 1888, a pocos meses de
la muerte de Don Bosco, los salesianos mandaron a I Becchi, a Castelnuovo y a
Moglia, a don Segundo Marchisio, para que recogiese todos los testimonios que
quedaran sobre la niñez de Don Bosco.
En la alquería de los
Moglia, don Marchisio encontró, muy anciana pero muy lúcida, a la señora
Dorotea Moglia, de ochenta y seis años. Junto a ella sus hijos: Ana (nacida en 1822)
y Jorge (nacido en 1825). Los hijos recordaban especialmente episodios contados
por su padre Luis, muerto seis años antes, y repetidos muchas veces cuando Don
Bosco venía a visitarles. (La amistad con los Moglia duró siempre: en 1840 fue
padrino de bautismo del último hijo de Luis y Dorotea, Luis Juan Bautista.)
Dorotea recordaba de memoria aquel lejano mediodía en el que Juan vino a llamar
a su puerta. Ella tenía entonces veinticinco años. Traduciendo del piamontés
las palabras de la viejecita, don Segundo Marchisio pudo reconstruir el diálogo
que se desarrolló en la era. He aquí el testimonio con las mismas palabras
escritas por él en aquel 1888.
«Relación tenida en casa
Moglia donde Juan Bosco estuvo de vaquero desde la mitad de enero del año 1827
hasta la Navidad de 1829.
Mediados de enero de 1827.
La familia Moglia se encontraba en la era preparando los mimbres necesarios
para las viñas, cuando he aquí que se presenta un jovencito con un paquete bajo
el brazo:
Moglia. ¿A quién buscas,
chaval?
Bosco. Busco a Luis
Moglia.
M. Soy yo. ¿Qué deseas?
B. Mi madre me dijo que
viniera a trabajar como vaquero para vosotros.
M. ¿Quién es tu madre? ¿Y
por qué te manda fuera de casa tan pequeño como eres?
B. Mi madre se llama
Margarita Bosco: ella, viendo que mi hermano Antonio me maltrata y me pega
siempre, ayer me dijo: “Toma estas dos camisas y dos moqueros (= pañuelos), ve
al Bausone y llama en algún puesto para que te acojan como criado; si allí no
lo encuentras vete a la alquería Moglia, situada entre Mombello y Moncucco:
allí llamarás al dueño. Dile que soy yo, tu madre, quien te manda y espero que
te acepte”.
M. Pobre chaval, yo no
puedo cogerte ahora porque estamos en invierno y a los vaqueros que tenemos les
despedimos. No solemos contratar hasta después de la Anunciación. Ten paciencia
y vete a casa.
B. ¡Aceptadme, por favor!
Aunque no me déis nada como paga.
M. No te quiero, serás
incapaz de hacer nada.
B. (Llorando) Aceptadme:
si no me siento en el suelo y no me moveré de aquí.
Y diciendo esto Bosco se puso
a recoger con los demás los mimbres dispersos por la tierra. Dorotea Moglia
persuadió a su marido para que le diera al menos durante algún día a aquel
pobre jovencito, como así hizo.
Después de algunos días,
Luis Moglia mandó a Bosco a casa para decir a su madre que viniera a
Castelnuovo el próximo jueves y que con ella acordarían el salario que dar al
hijo. Se convino entregar como paga a Juan Bosco 15 liras anuales. (Es
necesario señalar que en aquel tiempo 15 liras anuales era una paga más bien
generosa para un vaquero de doce años.)» (DESR, 422). Correspondían, más o
menos, a 60.000 liras de 198618.
En las líneas siguientes,
don Marchisio tomó notas de siete hechos que Dorotea y sus hijos contaban en
relación con la estancia de Juan en su alquería.
Cuando se abrió el
«proceso diocesano turinés» para hacer santo a Don Bosco era 1893. La señora
Dorotea había cerrado los ojos en 1890.
Su hijo Jorge fue llamado
a testimoniar sobre los recuerdos «oídos a los padres y a otros familiares».
Sobre el hilo de este
testimonio juramentado suyo, y sobre los siete hechos anotados por don
Marchisio cinco años antes, se puede reconstruir una sutil trama sobre los tres
años pasados por Juan con los Moglia.
ACTIVIDAD
1.
¿Qué enseñanza de la catequesis te parece novedoso?
2.
¿Estuvo bien que Juan tuviera que salir de casa a los 12
años a buscar trabajo?
3.
Escribe cinco palabras nuevas con su respectivo
significado.
Carlo Acutis
CRUCIGRAMA
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