11. El pequeño cuidador de vacas
Los granos y las espigas
Luis
Moglia confió a Juan al vaquero de la granja, el viejo José, al que todos
llamaban «tío». Por la mañana temprano, Juan se presentaba ante él y le echaba
una mano en el trabajo del establo. Primero ordeñaban las vacas llenando
grandes baldes de leche. Después sacaban, con la horquilla y la carretilla, el
estiércol y lo sustituían por un «lecho seco de paja», para que las vacas
pudieran recostarse tranquilas.
Llegaba
entonces el momento de darles el «desayuno». Juan subía al henil y tiraba en
los comederos el heno. Luego, el tío José llevaba los animales al abrevadero.
Aún quedaba el último trabajo: cepillar enérgicamente la dura piel de las vacas
para que estuvieran bien limpias, y las moscas y los tábanos no las
atormentaran.
Ahora
era el momento de «su» almuerzo. Se sentaban sobre un montón de paja y
masticaban despacio el pan.
Antes
del desayuno, de la comida y de la cena, Margarita había enseñado a su hijo a
ponerse de rodillas y a recitar la oración del Angelus. Juan permaneció
fiel a aquella oración también en la hacienda Moglia, y José frecuentemente le
tomaba el pelo por ello. Un día él volvía sudado del campo y vio a Juan de
rodillas rezando. Soltó, medio en bromas medio en serio: «Así va el mundo. Los
dueños sudan y los aprendices rezan».
Juan
se había encariñado ya con aquel viejo áspero y bondadoso, y le respondió: «Mi
madre me ha enseñado que, si se reza, de dos granos nacen cuatro espigas. Pero
si no se reza, de cuatro granos nacen sólo dos espigas. Por tanto, debería
rezar también usted». El viejo rio y rezongó: «Ha hablado el maestro».
El
sábado por la tarde, Juan se acercaba a la señora Dorotea y le pedía permiso
para escuchar la primera Misa del día siguiente. Dorotea no entendía el motivo
de aquella caminata de una hora de duración hecha casi en la oscuridad y alguna
vez entre la nieve. Y menos cuando a las once todos los domingos, la familia
iba a la Misa mayor, guiada por el señor Luis, y Juan los acompañaba. Quiso
aclararse y un domingo por la mañana, de incógnito, lo siguió. Vio que, una vez
que entraba en la iglesia, Juan iba a confesarse con el párroco don Cottino, escuchaba
la Misa y recibía la Comunión. Entonces entendió: en la «Misa mayor» que se
decía antes de mediodía, en aquellos tiempos no se distribuía la Comunión a los
fieles. Para poder recibir la Eucaristía, Juan hacía todos los domingos aquella
caminata.
Vuelven los cuentos sobre el granero
El
domingo a mediodía los chicos se aburrían un poco. No sabían cómo jugar con la
nieve o con la lluvia en los prados. Cierto domingo, Juan pidió subir con ellos
al granero. Hizo algunos juegos de magia, que arrancaron aplausos. Y después se
puso a contarles historias. No tenía consigo Los Reales de Francia, pero
a fuerza de leerlo lo recordaba de memoria. Les contaba los hechos más bonitos
de la vida de Jesús, como se los había contado su madre. Los chicos y las
chiquillas escuchaban encantados.
El
hecho se difundió: el aprendiz de los Moglia contaba cuentos bellísimos. El granero
se convirtió en un multitudinario lugar de encuentro. Los domingos a mediodía
llegaban corriendo «todos los chicos y chicas de las familias cercanas y subían
todos al granero» (Testimonio de Dorotea).
Y he
aquí dos recuerdos de Dorotea transcritos por don Segundo Marchisio: «Yendo a
guiar los bueyes, atados al arado, tenía siempre el libro en la mano. Así,
tiraba con la derecha de los bueyes y con la izquierda sostenía el libro. No se
le vio ir al pastizal ni una sola vez sin libro, sino que se ponía a la sombra
de algún arbusto para estudiar o leer».
Luis
Moglia no se lamentaba: el trabajo estaba bien hecho. Pero sacudía la cabeza
con extrañeza. Un día le preguntó por qué leía tanto y oyó responder: «Porque
quiero ser sacerdote». Luis pensó en esto, y volvió a sacudir nuevamente la
cabeza: para pagarse los estudios hasta llegar a ser sacerdote, médico o abogado,
en aquel tiempo eran necesarias de 6 a 10 mil liras (una treintena de millones
de 1986). ¿De dónde las sacaría aquel muchacho?
A la espera de Dios y de los hombres
A don
Marchisio le contaron un episodio extraño: «Un día apacentaba sus vacas en un
prado poco distante de la granja. De repente, la dueña, Dorotea Moglia, y su
cuñado Juan Moglia ven que Bosco está de rodillas muy cerca de una vaca. Creen
que esté durmiendo al sol y lo llaman en voz alta, pero como no lo ven moverse,
Juan Moglia se dirige hacia él llamándole. Al aproximarse pudo comprobar que
Bosco estaba arrodillado y que sostenía un libro entre las manos caídas. La
cara estaba dirigida graciosamente al cielo y tenía cerrados los ojos.
Moglia,
tocándolo ligeramente le dice: “¿Por qué duermes así al sol?”. “No, no,
respondió Bosco, yo no dormía”; y diciendo esto se levantó muy confundido por
haber sido descubierto en su meditación» (DESR, 421-22).
Dorotea
y Juan no se habían dirigido a Juan preocupados sólo porque durmiera al sol. En
aquel tiempo, los aprendices desnutridos tenían la costumbre de ordeñar a
escondidas las vacas y de beber la leche mientras estaban en el prado. Estaban,
por tanto, vigilándole.
Al
verle arrodillado «muy cerca de una vaca», los dueños sospecharon también de
él. Pero lo encontraron absorto en oración. Pedro Stella, en uno de los raros
momentos en los que cede a la emoción, comenta: «No fueron por consiguiente
años inútiles, de paréntesis, sino que en ellos se arraigó más profundamente en
él el sentido de Dios y de la contemplación.
En
ellos pudo experimentar la soledad o el coloquio con Dios durante el trabajo
del campo. Son años que se pueden definir de espera atenta y suplicante, de
espera de Dios y de los hombres» (1, 36).
La chiquilla enfadada
En
ocasiones bajaba a jugar al prado Ana, la chiquilla de los Moglia. Estaba
cansada de estar sola y quería jugar con alguien. Pero Juan a menudo no se daba
cuenta de su presencia y continuaba leyendo. Ana se enfadaba: «¿Por qué no
juegas conmigo?». Juan le sonreía: «Debo hacerme sacerdote y para ello tengo
que estudiar». Ana, enfurruñada, meneaba la cabeza: «No es verdad. Tú serás un cuidador
de vacas como el tío José».
«Escúchame
bien —le dijo un día Juan—. Yo seré cura de verdad, y tú un día vendrás a
confesarte conmigo.»
Así
ocurrió. Ana se casó en Moriondo con José Zucca, se convirtió en madre, y con
frecuencia iba al Oratorio de Valdocco con sus hijos. En la pequeña iglesia de
San Francisco de Sales se confesaba con Don Bosco y escuchaba la Misa. Don
Bosco la acogía con alegría, como a una hermana.
Un
día de 1828, el dueño llevó a Juan a plantar una nueva hilera de vides. Aquel
trabajo cansó mucho a Juan. Al final dijo: «Me han costado mucho, pero durarán
más que las otras». Dorotea, sesenta años después contaba: «Las vides plantadas
por otros en tantas otras hileras han sido cambiadas dos veces porque no daban
fruto; la hilera plantada por Don Bosco produce todavía el doble de fruto; y de
aquella hilera, Don Bosco conservaba siempre un cariñoso recuerdo, informándose
con frecuencia y deseando probar su uva» (DESR, 422s; MBe 1, cap. 22).
12. Un viejo sacerdote y cuatro cuartos
Despedida en la era
Un
tío de Juan, Miguel Occhiena, llegó a la era de la granja Moglia en los
primeros días de noviembre de 1829. Juan estaba sacando las vacas del establo.
Tuvieron una conversación franca, «entre hombres». Por San Martín (11 de
noviembre) finalizaban los contratos agrícolas. Muchos jóvenes hacían el
hatillo y regresaban a casa. Juan dijo a su tío que no se sentía con fuerza
para permanecer allí otro año. Le trataban bien, pero él quería estudiar.
Dentro de algunos meses cumpliría 15 años.
Permanecer
otro año significaba decir adiós para siempre a sus últimas posibilidades.
Miguel
Occhiena tenía relaciones comerciales con el Seminario de Chieri (era el
proveedor de vino). Podía acercarse a los sacerdotes de la zona y encontrar
alguno que estuviera dispuesto a dar clases al sobrino. Y si no lo lograba,
siempre estaba la escuela de Castelnuovo.
La
conclusión fue que Juan terminase el contrato con los Moglia y volviera a I
Becchi.
Luis,
Dorotea, «tío» José y Ana se despidieron de Juan. Le hubieran mantenido
gustosamente con ellos, pero habían entendido que su camino era otro. Incluso
Ana, pensaba ahora que aquel chico serio e inteligente podía llegar a ser algo
más que un «vaquero».
En
casa hubo una segunda discusión seria, esta vez con Antonio, que tenía 21 años
y se preparaba para casarse. Después de recibir garantías de que el
mantenimiento de Juan y el pago de sus estudios no recaerían sobre él, aceptó
que hiciera lo que quisiera.
El
tío Miguel comenzó a moverse y a preguntar a algunos sacerdote. Pero la
solución llegó por otro lado.
Don Calosso
En
aquel noviembre, en Buttigliera, se celebró una misión extraordinaria. Fue
mucha gente y también Juan. Por la tarde regresaba a casa mezclado con el resto
de la gente que venía de Morialdo y de I Becchi. Había también un sacerdote muy
anciano, desde hacía apenas unos meses nombrado capellán en Morialdo. Caminaba
encorvado y había querido acompañar en la «misión» a sus parroquianos.
Se
llamaba Juan Melchor Calosso (¡llevaba los mismos nombres que el muchacho con
el que se iba a encontrar!). Se había licenciado en teología en la Universidad
de Turín en el lejano 1782, y nueve años después había sido nombrado párroco de
Bruino.
Después
de 22 años en ese cargo se había retirado para curarse de su inestable salud.
Había sido huésped de su herma- no, el párroco de Berzano, y en el verano de
aquel año 1829, había aceptado la capellanía de Morialdo. Tenía ya 70 años.
Durante
el camino, don Calosso vio a aquel chico bajito, de cabellos ensortijados y al
que no había visto nunca entre los suyos (Juan había regresado hacía muy poco
de la granja Moglia). Para hacerse amigo de él se acercó con bondad. En sus Memorias,
Don Bosco cuenta este encuentro y reconstruye el diálogo entre él y el anciano
sacerdote.
«—¿De
dónde eres, hijo mío? ¿Has venido tú también a la misión?
—Sí,
he estado en el sermón de los misioneros.
—¡Quién
sabe si habrás entendido algo! Tal vez tu madre te hubiera podido hacer un
sermón más oportuno. ¿No es verdad?
—Es
verdad, de mi madre recibo con frecuencia buenos sermones. Pero me parece que
he entendido también a los misioneros.
—Ánimo,
si me dices cuatro palabras del sermón de hoy, te doy cuatro monedas. (...)
Sin
dificultad expuse la introducción, y después los tres puntos del desarrollo
(...). Don Calosso me dejó hablar durante más de media hora mientras
caminábamos detrás de la gente. Después me preguntó:
—¿Cómo
te llamas? ¿Quiénes son tus padres? ¿Has ido a la escuela?
—Me
llamo Juan Bosco. Mi padre murió cuando yo era todavía niño y mi madre es viuda
con tres hijos que mantener. He aprendido a leer y a escribir.
—¿No
has estudiado la gramática latina?
—No
sé lo que es eso.
—¿Te
gustaría estudiar?
—Muchísimo.
—¿Qué
te lo impide?
—Mi
hermano Antonio. Dice que ir a la escuela es perder tiempo.
Pero
si pudiese ir a la escuela, yo no perdería el tiempo. Estudiaría mucho.
—¿Y
por qué querrías estudiar?
—Para
ser sacerdote. (...)
Estas
palabras mías, sinceras y francas, impresionaron mucho a don Calosso, que
continuaba mirándome. Llegamos así a un cruce donde nuestros caminos se
separaban. Me dijo estas últimas palabras:
—No
te desanimes. Yo pensaré en ti y en tus estudios. El domingo vienes a buscarme
con tu madre, y verás cómo lo arreglaremos todo.
El
domingo siguiente fui a su casa con mi madre» (Memorie, 24ss.).
Acordaron
que Juan iría a estudiar y a estar todo el día con el anciano sacerdote. Volvería
a casa sólo para dormir.
Para
Juan comenzaron días felices.
«Probé
por primera vez la seguridad de tener un guía, un amigo del alma. Como primera
cosa me prohibió una penitencia que hacía, no acorde con mi edad. En cambio, me
animó a acudir con frecuencia a la confesión y a la Comunión. Me enseñó también
a hacer cada día una pequeña meditación, o mejor una lectura espiritual (...).
Estudié toda la gramática y me ejercité en la redacción.
En
Navidad comencé la gramática latina. (...) Era feliz» (Memorie, 22ss.).
Cuando murió la esperanza
Pero
la felicidad de Juan fue desgraciadamente breve. Había ido a I Becchi a hacer
unas compras, cuando llegó alguien para avisarlo de que don Calosso había
sufrido una apoplejía y quería verlo. Era noviembre de 1830, un año exacto
desde el primer encuentro con el anciano sacerdote.
«No
corrí, volé. Mi queridísimo don Calosso estaba en la cama y no podía hablar.
Pero me reconoció, me dio la llave de la caja donde estaba el dinero, y me hizo
señas de que no se la diera a nadie. Después de dos horas de agonía se fue con
Dios. Con él moría toda esperanza» (Memorie, 29).
Verdaderamente
quedaba una esperanza todavía: la cajita que abría la llave contenía seis mil
liras, los ahorros de toda su vida. Confiándole aquella llave, don Calosso
había indicado claramente que aquel dinero debía utilizarse para sus estudios,
para entrar en el seminario y convertirse en sacerdote.
Pero
los gestos de un moribundo, legalmente, no tienen valor. O hay un testamento, o
los bienes pasan a los legítimos herederos. Los sobrinos de don Calosso, cuando
llegaron, fueron muy amables con Juan. Le dijeron: «Parece que el tío quisiera
dejarte a ti este dinero. Toma todo lo que quieras». Juan pensó un poco sobre
ello y después dijo: «No quiero nada» (MBe 1, 188). Y les entregó la llave.
Estaba de nuevo y solamente en las manos de Dios.
Actividad
1. ¿Qué
es lo que más te ha llamado la atención de la lectura?
2. ¿Es
importante la oración de la mañana para ti? ¿Llegas puntual a la plegaria de la
mañana? ¿Por qué?
3. ¿Hizo
bien Juan Bosco en no tomar nada de la herencia de Don Calosso?
4. Escoge
cinco palabras nuevas y escribe su significado.