3. La mamá
«Cantaba con dulzura»
«Tenía sólo cuatro años. Un día, volviendo del
campo con mi hermano José, estábamos los dosmuertos de sed, porque el verano
era muy caluroso. Mamá fue a buscar agua y dio de beber primero a José. Yo,
viendo aquella especie de preferencia, cuando mamá me ofreció el agua a mí, un
poco quisquilloso, hice señal de no querer beber. Mamá, sin decir una palabra,
se llevó el agua. Yo me detuve un momento, y después tímidamente dije: —Mamá,
¿me das agua también a mí? —Creía que no tenías sed. —Mamá, perdóname. —Está
bien. Fue a tomar vaso del agua y me la ofreció sonriendo.»
Este hecho no está en las Memorias de Don
Bosco. Lo cuenta Juan B. Francesia, que afirma: «Nosotros lo hemos escuchado de
los mismos labios de Don Bosco, muchas veces» (VBP, 19). Margarita tenía muchas
y pesadas tareas: atender la casa, cuidar los campos, cavar la viña. Pero no se
olvidó jamás de ser, antes que nada, la madre de sus hijos. Así lo revela la
palabra con que concluye el cuentecito: sonriendo. Una madre siempre tensa por
el trabajo, por las responsabilidades, habría hecho de Juan un ansioso. El amor
de la madre fue (afortunadamente para él) no sólo de «hechos», sino también de
«actitudes»: sereno y alegre. Lo confirma otra anécdota. Bastantes años
después, Don Bosco recordará que su madre «cantaba con dulzura» (MBe 5, 403).
Un lujo que hacía refunfuñar
a los ancianos
Por los poquísimos documentos contables de
aquellos años, sabemos que Margarita compró una vaca vieja y enfermiza. Juan
condujo la vaquita a pastar (que, dado su estado -vieja y enfermiza-, podía ser
confiada sin peligro a las manos de un niño de ocho años). Se convirtió, como
muchos de sus contemporáneos, en un niño-pastor.
Todas las tardes soltaba la vaca, cogía el
ronzal y bajaba por el sendero hasta el valle con un trozo de pan para la
merienda. Allá abajo lo esperaba otro niño, Segundo Matta. También él llevaba
el ronzal en una mano y el bollo de pan en otra. Pan diferente, sin embargo.
«Segundo Matta dijo que durante dos primaveras seguidas cambió el pan con Don
Bosco, dándole a él el negro, y recibiendo el suyo que era blanco: esto lo
hacía diciendo que le gustaba más.»
Este asunto del pan es incomprensible para
nosotros, porque el pan es hoy «una» de nuestras comidas, pero entonces era
prácticamente «el único» alimento. Hay que tener en cuenta además que normalmente
se comía el oscuro y áspero pan de centeno y maíz (el pan de los pobres). Sólo
en el verano nos resignábamos a amasar el pan con harina blanca de trigo (el
pan de los señores), porque el oscuro se secaba y estropeaba rápidamente (ST
3,19). En alguna familia, no obstante, para los ancianos y los niños se cocía
siempre el pan blanco, más digerible y nutritivo: un lujo que hacía refunfuñar
a los ancianos. Cuando contó este hecho a sus nietos, Segundo Matta era ya un
anciano. Y había entendido que Juan le había mostrado su caridad durante dos
primaveras, con tanta delicadeza que él no se había dado cuenta.
El mercado del jueves
Todos los jueves Margarita iba al mercado.
Descendía de la colina de I Becchi (pequeña localidad del barrio de Morialdo),
ycaminando cinco kilómetros llegaba a la plaza de Castelnuovo de Asti, centro
del municipio. En una cesta o en un par de bolsas llevaba quesos, huevos o
alguna gallina para vender. Compraba aceite y sal. Cuando vendía y compraba (y
después de pagar la tasa de entrada al mercado), Margarita debía hacer las
cuentas rápidamente con monedas y cuartos de cualquier cuño.
Además de sal y aceite, Margarita compraba,
como las otras amas de casa, pescado en salmuera. La dieta cotidiana de un
campesino era muy pobre. Se comía pan, ensalada y ajo cultivados en las huertas
y fruta cuando maduraba en los árboles (durante todo el invierno había
castañas). El pescado en conserva, junto con el queso, tenía la función de
«acompañar el pan», es decir, de dar un poco de sabor al largo masticar del
pan. Pero para esto se procedía muchas veces de un modo más expeditivo: se
frotaba un diente de ajo sobre la corteza del pan y se añadía un pellizco de
sal (para los niños también una gota de aceite). La carne era el alimento de
las fiestas, normalmente un pollo o un pájaro cazado en las trampas.
Cierto jueves, mientras la mamá estaba en el
mercado, Juanito quiso rebuscar en el armario. Buscaba algo, como era pequeño tenía
que estar empinado. Allá arriba, entre muchas cosas, estaba colocada una jarra
de barro donde se guardaba el aceite («mantener fuera del alcance de los
niños»). De repente y sin querer, Juan dio un empujón a la vasija, que cayó
haciendo un ruidosordo. El aceite comenzó a extenderse por el suelo. Juan recogió
deprisa los trozos de barro, pero no logró salvar nada. Mortificado, salió
fuera a buscar a José: —He roto la aceitera, pero no lo he hecho a propósito.
Déjame el cuchillo. Fue a sentarse junto a un seto, cortó una vara robusta y la
peló bien. Después fue a esperar a la madre al camino. Apenas la vio fue
corriendo a su encuentro y le dio el palo: —Mamá, hoy lo merezco. Sin querer,
he roto la aceitera. La madre miró a aquel hijo suyo tan franco y respondió:
—Estoy contenta porque no has venido a contarme mentiras. Pero estate atento la
próxima vez, porque el aceite cuesta caro (MBe 1,74ss.).
4. Juan crece y la
historia avanza
Deportes e incidentes
En la casa de I Becchi, que es su nido, Juan
crece. Es un niño pequeño y fuerte, con rizos negros y risa sonora. Como todo pequeño
campesino corre por la hierba, persigue las gallinas que cacarean, se para
encantado a mirar los pollitos de color miel, se sube a los árboles y no llora
por los raspones de las rodillas. Quiere muchísimo a su madre y (aunque le
cuesta) hace las pequeñas tareas que ésta le asigna: romper las ramas secas
para prender el fogón, ir por agua a la fuente o vigilar el horno donde se
cuece el pan. Pero cuando las pequeñas labores terminan, sale a jugar afuera.
En los linderos de los inmensos prados le esperan sus amigos: chavales fuertes
y vivarachos, a veces rudos y malhablados. El deporte «que pega fuerte» es el «palito
chino». Los instrumentos para jugar son dos y cada uno se los hace con un
cuchillo. Antes que nada, un pedazo de rama de unos diez centímetros de largo,
afilado a los extremos, y después un palo, largo y robusto. Se coloca el palo
pequeño sobre un palmo de terreno que se ha aplanado muy bien con las manos.
Con el palo se golpea sobre un extremo haciéndolo saltar por el aire. En aquel
instante, mientras revolotea en el aire, se le da un fortísimo golpe de bastón,
haciéndola volar lo más lejos posible. Suceden incidentes. Cuando el palo le da
mal, en vez de volar hacia los prados puede volar hacia la cara de uno de los
jugadores. También Juan, más de una vez, recibió algún golpe y corrió
chorreando sangre para que mamá Margarita lo curase. —Cualquier día perderás un
ojo —dijo una vez la mamá—. ¿Por qué vas con esos chicos? Sabes que algunos no
son buenos. —Si es por darte gusto, no iré más. Pero cuando yo estoy con ellos
se portan mejor. Ciertas palabras no las dicen. La mamá lo dejó volver. Sabía
que no le contaba historias y que no era imprudente (MBe 1,57ss.).
Sorpresas en las matas
Cuando la primavera anunciaba ya el verano, los
pequeños campesinos encontraban sorpresas. No en los huevos de Pascua, sino en
las matas y en los árboles: los nidos de los pájaros. En una mata, mientras jugaba
con los amigos, Juan descubrió una nidada de jilgueros, bien escondida entre
las ramas y las hojas. Con amplios gestos, pero en absoluto silencio, llamó a
los otros. Se pusieron todos alrededor. Sonreían felices como si observaran un
milagro. Los jilguerillos tenían los ojos cerrados, se apretaban para darse calor,
piaban lentamente y alargaban el pico oscuro esperando el alimento materno. Los
muchachos se recostaron en la tierra detrás de las matas, en silencio. Y he
aquí que llegó la madre en vuelo rasante, revoloteando sospechosa a diestra y
siniestra para no señalar a nadie el lugar de su nido. Después se posó en
perfecto silencio sobre el borde. El piar de los pequeños se elevó un poco
mientras el pico de la madre depositaba en las bocas abiertas de par en par las
larvas de insecto y los gusanos que había cazado entre los árboles (MBe 1,108).
Las plumas
ensangrentadas del mirlo
En aquellas colinas no se vendían canarios en
jaula. Quien quería cuidar un pájaro debía ir a cogerlo del nido. Juan hizo
así. Cogió un mirlo pequeño y lo cuidó. En la jaula que había construido con
ramas de sauce, le enseñó a silbar. El pájaro aprendió. Cuando veía a Juan, lo
saludaba con un silbido modulado, saltaba alegre entre las barras y lo miraba
con el ojillo negro y brillante. El muchacho y el mirlo se convirtieron en
amigos. (Don Bosco narraba con mucho gusto este episodio y Domingo Ruffino se
lo oyó contar y tomó nota.)
Pero una mañana el mirlo nosilbó. Un gato había
desbaratado la jaula y se lo había comido. Sólo quedaban unas pocas plumas
ensangrentadas. Juan se puso a llorar. Con un llanto amargo al que siguió una
tristeza profunda. Su madre después de un tiempo se lo reprochó. Le dijo que
mirlos, en los nidos de los alrededores, había todavía muchos y bastaba ir a
coger otro. Pero por primera vez Juan no alcanzó a entender las razones de su
madre. Cierto, pájaros había muchos, pero «aquél», su pequeño amigo, lo habían
matado, no lo vería nunca más saltar alegre. Ninguno de los vuelos de otros
pájaros podía borrar este hecho inquietante: a su amigo lo habían matado y ya
no lo vería más (MBe 1,111). Es ésta la primera manifestación de amor
«personalizado» de Juan. Está dirigido a un pajarillo, pero no por esto es
banal. Juan Bosco no se encariñará jamás con ninguno «genéricamente». Todos los
chicos que se le acercarán, se sentirán amados personalmente por él, no como
componentes de un número o de una comunidad, sino como personas. Y el
sufrimiento de cada uno se convertirá en su sufrimiento personal. Dios le había dado un corazón así.
La historia con pasos
de gigante
Mientras Juanito, pequeñín ignorante, crecía en
su nido de I Becchi, la historia humana se había puesto en marcha con pasos de
gigante.
La Revolución francesa, iniciada en 1789, había
gritado a Europa tres palabras fascinantes: libertad, igualdad y fraternidad.
Pero también había establecido la guillotina en las plazas y exterminado miles
de personas desencadenando el tiempo del «terror».
Las tropas francesas, dirigidas por el
jovencísimo general Bonaparte, habían invadido Europa y llevado por doquier las
mágicas palabras de la Revolución. Los jóvenes habían quedado hipnotizados.
Habían levantado árboles de la libertad y habían bailado en torno a ellos tomados
de la mano. En todas las ciudades se habían escrito leyes nuevas, más humanas y
justas. Las viejas desigualdades, los insoportables privilegios de los nobles
estaban siendo eliminados. Pero Napoleón también había diezmado a los jóvenes
en gigantescas batallas. Europa estaba cubierta de cadáveres. El ejército más
grande de la historia humana (500 mil europeos) había sido tragado por las
gélidas estepas rusas. Extenuada y despoblada, la Europa de 1814 no repetía más
«libertad, igualdad, fraternidad», sino otra palabra: «paz». Se resignaba al
regreso de las viejas desigualdades y de los privilegios injustos, con tal de
que el cañón dejase de retumbar y los jóvenes tuvieran la esperanza de
sobrevivir. Napoleón se exilió en una isla del Atlántico y, como al sol, le
llegó su ocaso. A las capitales volvieron los reyes y los nobles, con las
viejas pelucas empolvadas. También a Turín, capital del Piamonte, volvió el rey
Víctor Manuel I. Era el 21 de mayo de 1814. Comenzaba el período llamado
«Restauración».
Sobre un caballito
sardo, el rey
«Yo me encontraba en fila en plaza Castello
—escribirá Máximo d’Azeglio— y tengo muy presente el grupo del Rey con su estado
mayor. El rey estaba sobre un caballito sardo, con su viejo uniforme azul turquí
con largas solapas rojas, el largo chaleco, los pantalones blancos, las botazas
hasta las rodillas, el sombrero a la prusiana y la peluca con la cola que le
golpeaba sobre los hombros. «El buen rey, con aquella cara suya —vamos,
digámoslo— de papanataspero otro tanto de caballero, dio vueltas hasta el toque
de después de medianoche, paso a paso por las calles de Turín, entre los vivas
de la multitud.»
El rey abolió las leyes de Napoleón, suprimió
los derechos de los Valdenses y confinó en el ghetto a los Hebreos. La
población volvió a dividirse en dos clases: aquellos que vivían de las rentas y
aquellos que vivían de su propio trabajo. La iniciativa privada de los
comerciantes, que habían hecho su propia fortuna y dado comienzo al Estado del
bienestar viajando sobre las sólidas carreteras napoleónicas, fue suprimida.
Volvió a entrar en vigor la apretada red de derechos, barreras y peajes, que impedía
todo comercio. Los administradores del Estado que habían servido en tiempos de
Napoleón fueron echados. Los sustituyeron viejos amigos del rey, en general
ignorantes.
Quienes sufrieron más este retorno a la
«ignorancia fiel» fueron los jóvenes intelectuales. El 7 de agosto de 1816 Ludovico
de Breme escribía con rabia: «Un gran ghetto de hebreos todos fracasados, eso
es Turín. La ignorancia, la avaricia, la vileza, la obstinación, el ocio, el
hastío recíproco, la presunción y todas las ridiculeces llevadas al máximo, me
rodean, están delante de los ojos. Ser piamontés... es algo vergonzosísimo».
ACTIVIDAD
VOCABULARIO.
1. Salmuera:
2. Papanatas:
3. Ghetto:
COMPRENSIÓN
2. ¿Por qué Juanito sintió mucho la
muerte del mirlo?
Extensión
1. ¿Qué es lo que más te ha llamado la
atención? ¿Por qué?
2. ¿Qué aprendizaje podemos sacar para
estos momentos históricos que vivimos?