Historia de un cura: Capítulos 5 y 6


5. Dios llevado de la mano
«¡Fue él!»
«Cuando era todavía muy pequeño —cuenta Don Bosco— mi madre me enseñó las primeras oraciones. Apenas fui capaz de unirme a mis hermanos, me hacía arrodillar con ellos mañana y tarde y recitábamos juntos las oraciones» (Memorie, 14).
Las oraciones de la mañana, en aquel tiempo de cristianos serios, no eran un rápido Padrenuestro y un rápido Avemaría. Eran el Os adoro, Dios mío, el Padrenuestro, el Avemaría (que comenzaba: «Dios te salve, María»), el Credo, la Salve Regina, la oración del Ángel custodio, los Mandamientos de Dios, los Mandamientos de la Iglesia, los Sacramentos y los Actos de fe, de esperanza, de caridad y de dolor.
«Recuerdo —continúa Don Bosco— que fue ella la que me preparó para mi primera confesión. Me acompañó a la iglesia, se confesó en primer lugar, me recomendó al confesor, y después me ayudó a hacer la acción de gracias. Continuó ayudándome hasta que me creyó capaz de hacer sólo una digna confesión» (ibíd.).
La confesión fue el primer sacramento que Juan recibió después del Bautismo y alrededor de los seis o siete años, como se acostumbraba en aquellos tiempos. El niño no tenía miedo del cura, porque primero había visto a su madre ponerse de rodillas con confianza para pedir perdón al representante de Dios.
Dios entró así, llevado de la mano de su madre, en la vida de Juan.
Cuando él y José salían a los verdes prados donde les esperaban los amigos para jugar, la mamá decía: «Acuérdense de que Dios los ve».
A veces volvían enfadados. Habían reñido y con el morro largo discutían duramente. Delante de la madre que preguntaba por lo sucedido, alzaban la mano acusadora pronunciando las eternas palabras de los niños:
—¡Fue él!
Margarita no se paraba a escuchar las largas acusaciones y contraacusaciones. Decía solamente:
—Yo no los he visto. Pero Dios sí. Y sabe quién está diciendo una mentira (MBe 1,54).
Pero no era un «Dios policía» el que ella revelaba a sus pequeños. Incluso cuando el trabajo era aburrido y pesado (vigilar el horno, por ejemplo, llevaba mucho tiempo y daba un calor molesto) y nadie estaba allí para animar o para aplaudir, mamá decía: «¡Ánimo! Dios nos ve. Cuenta todos nuestros sacrificios y nos prepara un bello premio».
Dios está aquí
En verano, los amaneceres, los mediodías y los atardeceres se suceden en el esplendor del cielo profundo, enmarcado por las colinas verdes y por las nubes blancas.
Por la tarde, entre dos luces, cuando empezaba a anochecer, después del cansancio del trabajo, de las largas carreras por los senderos, y después de la cena consumida a la luz de una candela, mamá lleva afuera a sus pequeños. Se sientan a respirar el aire fresco y a mirar el cielo, aquel «vídeo» silencioso y bellísimo que Dios ha encendido desde hace millones de años sobre nuestras cabezas. Y les dice:
—¡Cuántas cosas bellas ha hecho el Señor para nosotros!
Juan mira estas cosas tranquilas y bellísimas, y junto a la mamá, a los hermanos y a los vecinos aprende a ver a otra persona: Dios. Una persona grande e invisible. Una persona en la que su madre tiene una confianza ilimitada, indiscutible. Una persona tan cercana que puede pensar: «Dios está aquí».
Los malditos granos de hielo
En agosto, en un cielo cargado de calor, a veces se acumulan nubes negras y densas como el plomo. Brillan los primeros rayos, suenan lóbregos truenos. Un espectáculo que mete miedo.
Los niños corren hacia casa, se apretujan junto a la mamá. Y ella:
—El Señor es potente. Es él el dueño del cielo y de la tierra. Aquellas nubecillas blancas, que durante el temporal navegan emboscadas bajo las nubes negras, son observadas con rabia por los campesinos. Son las gélidas nubes del granizo, que a veces se abate para devastar las viñas.
Los granos de hielo silban en el aire, muerden y trituran las hojas verdes y se llevan en pocos minutos la cosecha de todo un año de trabajo. La cara de los campesinos se vuelve oscura como la tierra y alguno blasfema entre los dientes. ¡Ay de los niños que bromean en esos momentos!
Vuelan tortas rabiosas.
También Margarita tiene la cara triste. Después de la granizada, pasa con los hijos a lo largo de las hileras, coge en la mano con delicadeza los pámpanos arrancados y los racimos aún verdes triturados por los granos de hielo, mientras dice con calma:
—El Señor nos los dio, el Señor nos los ha quitado. Él sabe por qué.
Para los malos, sin embargo, estos son castigos. Con Dios no se bromea.
Pero en los días de cosecha abundante, cuando el grano se amontona en la era entre el polvo de la cáscara y la alegría rumorosa de los campesinos, dice:
—Damos gracias al Señor. Ha sido bueno con nosotros. Nos ha dado el pan cotidiano (MBe 1,55).
Cuando llamaban de noche
Pero para Margarita, Dios no habita sólo en el cielo. Está presente en los pobres y en los enfermos, en las personas que tienen necesidad de ayuda.
En las tardes de invierno, mientras el campo estaba cubierto de nieve, llamaba a la puerta de la casa algún mendigo. Don Bosco, contando a sus chicos aquellas lejanas tardes, era capaz de reconstruir de memoria los diálogos escuchados (empleando para ello la manera de contar de los piamonteses: «Él me ha dicho... y yo he respondido...»):
—Margarita, no puedo caminar más. Quería llegar hasta Morialdo, pero tengo los pies como trozos de hielo. Déjenme estar algún minuto junto al fuego, por el amor de Dios.
Margarita lo hacía venir adelante, después decía a Juan:
—Calienta un tazón de sopa. Miraba los zapatos del mendigo:
—Están hechos trizas, y yo no sé arreglarlos. Te envolveré los pies en dos trapos de lana y después irás a dormir al pajar. Mañana estarás mejor (MBe 1,141).
Las familias donde había ancianos enfermos, que de noche se desesperaban, alguna vez iban a llamar a Margarita. Llamaban en plena noche y sabían que nunca decía que no.
No era fácil levantarse a las dos o a las tres de la madrugada, después de una dura jornada de trabajo. Margarita conocía, sin embargo, las palabras de Jesús: «Lo que hacen a uno de estos pobres, a mí me lo hacen». Se levantaba sin protestar e iba a despertar a uno de sus hijos.
Dormían el sueño profundo los niños y daba pena despertarles. Sin embargo, Margarita creía que para ayudar a un pobre enfermo era necesario también interrumpir un hermoso y largo sueño. Sus chicos debían crecer como hombres fuertes, pero también como cristianos serios. Y si no nos sacrificamos por los otros, ¿qué tipo de cristianos somos? Se acercaba a uno de los colchones de paja:
—Levántate y ven conmigo.
—¿Ahora? Tengo mucho sueño, mamá.
—También yo tengo sueño. Pero hay que hacer una obra de caridad.
Levántate en silencio para no despertar a los otros.
Entraban en la pobre casa. Margarita se informaba, hacía largos masajes (cuántas espaldas curvadas por la artritis en aquellas casas frías y húmedas), y el hijo hervía agua al fuego para preparar un té.
Sentado junto al fuego, tal vez se volvía a dormir, pensando que ser cristianos como quería la mamá era una cosa seria (MBe 1,142).
El Dios de su madre
Es tal vez interesante destacar cómo se construye en la mente de Juan, durante los años fundamentales de la vida, la imagen de Dios.
Cuando se despierta, Juan Bosco ve los árboles y el sol que acarician los cristales de la ventana y, en las ramas verdes, las mazorcas puestas a madurar. Ve también nubes de tormenta que vuelan sobre los inmensos campos nevados. Desde la coci- na lo llama la madre, que se arrodilla en el suelo e invita a los hijos a rezar. Desde el campo llegan las voces de otros chicos. A mediodía, Juan bajará con ellos a los prados, descalzo como ellos y con la cara sucia como la suya. Nunca pensará en darles ropa y calzado, porque en el armario familiar no existe. Cambia con uno de ellos su único pan y da a los viejitos un poco de su sueño. Rezar es para él hablar con Dios, sea en el suelo de la cocina o en la hierba, mirando fijamente el cielo o persiguiendo una vaca descarriada.
En el pequeño Juan se forma así, inconscientemente, una imagen de Dios «popular», filtrada por la naturaleza y por el ejemplo de su madre.
Su Dios es el Dios del cielo, de las estrellas, del sol, de la nieve, delos árboles y de los pájaros; es el Dios de su madre que se arrodilla en la iglesia o en suelo de casa, y después los anima a arremangarse y a trabajar para hacer crecer en los surcos el pan cotidiano. Para Juan Bosco no será necesario un reclinatorio para rezar, ni lavarse la cara para convertirse en cristianos. Enseñará a sus chicos que se puede encontrar a Dios lanzando el grito del limpiachimeneas o sosteniendo el ronzal de una vaca, con la cara blanca de cemento o negra del aceite de la máquina.
Si no se puede dar a los otros (en quienes está Dios) una rebanada de pan con mantequilla, se puede regalar un poco de sacrificio, de trabajo, de alegría o de sueño.
Es ésta una de tantas de las revoluciones silenciosas que Don Bosco introduce entre los cristianos de su tiempo.

6. El gran sueño
Dios habla
Cuando Juanito cumple nueve años, ocurre algo extraordinario.
A este chiquillo, envuelto en una calurosa y genuina atmósfera cristiana, Dios le habla. Se comunica con él a través de un lenguaje misterioso, hecho de imágenes y de palabras: a través de un sueño.
Este contacto directo con Dios lo acompañará, advertirá y orientará durante toda la vida. Le dejará primero incrédulo, después sorprendido y a veces tembloroso.
«A los nueve años —cuenta— tuve un sueño. Me parecía estar cerca de casa, en un prado muy amplio, donde se divertía una gran cantidad de chicos. Algunos reían, otros jugaban y no pocos blasfemaban.
Al oír las blasfemias, me lancé en medio de ellos e intenté hacerles callar usando los puños y las palabras.
En aquel momento apareció un hombre majestuoso, vestido noblemente. Un manto blanco cubría toda su persona. Su cara era tan luminosa que no lograba mirarlo fijamente. Él me llamó por mi nombre y me pidió que me pusiera al frente de aquellos chicos. Después añadió:
—Deberás hacerlos tus amigos con bondad y amor, no pegándoles. Venga, habla y explícales que el pecado es una cosa mala y que la amistad con el Señor es un bien precioso.
Confuso y asustado, respondí que yo era un niño pobre e ignorante, incapaz de hablar de religión a aquellos pillos.
En aquel momento cesaron las risas, los griteríos y las blasfemias de los chicos, y se reunieron en torno a aquel que hablaba. Casi sin darme cuenta le pregunté:
—¿Quién eres tú, que mandas cosas imposibles?
—Precisamente porque estas cosas te parecen imposibles —respondió— deberás hacerlas posibles con la obediencia y con la adquisición de la ciencia.
—¿Cómo podré adquirir esa ciencia?
—Yo te daré la maestra. Bajo su guía uno se convierte en sabio, pero sin ella, incluso quien es sabio se vuelve un pobre ignorante.
—Pero ¿quién eres tú?
—Yo soy el hijo de aquella a la que tu madre te enseñó a saludar tres veces al día.
—Mi madre me dice siempre que no me junte con aquellos que no conozco, sin su permiso. Por esto, dígame su nombre.
—Mi nombre pregúntaselo a mi madre.
En aquel momento vi junto a él a una mujer majestuosa, vestida con un manto que resplandecía por todas partes, como si en cada punto hubiera una estrella luminosísima. Viéndome cada vez más confuso, me hizo señal de acercarme a ella, me cogió con bondad de la mano y me dijo:
—Mira.»
Aquí tienes tu campo
«Miré y me di cuenta de que aquellos muchachos habían desaparecido. En su lugar había una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y otros muchos animales. Aquella majestuosa mujer me dijo:
—Aquí tienes tu campo, aquí es donde debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto, y lo que ahora verás que sucede a estos animales, tú lo deberás hacer con mis hijos.
Miré otra vez, y he aquí que en lugar de los animales feroces aparecieron otros tantos corderos mansos, que saltaban, corrían, balaban y hacían fiesta entorno a aquel hombre y a aquella mujer.
En aquel momento del sueño me puse a llorar. Dije a aquella mujer que no entendía nada de aquello. Entonces me puso una mano en la cabeza y me dijo:
—A su tiempo lo comprenderás todo.
Apenas había dicho estas palabras un ruido me despertó. Todo había desaparecido.
Yo permanecí sorprendido. Me parecía sentir dolor en las manos por los puñetazos que había dado, y la cara me quemaba por los golpes recibidos.
Por la mañana conté rápidamente el sueño, primero a mis hermanos, que se pusieron a reír, después a la mamá y a la abuela. Cada uno dio su interpretación. José dijo: “Te convertirás en pastor”. Mi madre: “Quién sabe si no serás sacerdote”. Antonio criticó: “Serás jefe de bandoleros”. La última palabra la dijo la abuela, que no sabía leer ni escribir: “No hay que creer en los sueños”.
Yo era de la opinión de la abuela. No obstante, aquel sueño no logré quitármelo nunca de la cabeza» (Memorie, 14-16).
En la fiesta de San Pedro
El historiador Pedro Stella trata de indagar en «las circunstancias que llenaron aquel sueño de imágenes fantásticas». Dios, en efecto, para hablarnos se sirve de las imágenes y de las palabras que cada uno de nosotros lleva en su mente. Adelanta como hipótesis que el sueño haya ocurrido «en el período de la fiesta patronal de san Pedro» cuando en la iglesita resonaba durante las predicaciones la frase de Jesús: «Cuida de mis corderos y mis ovejas». Como quiera que sea —concluye— «el sueño de los nueve años condicionó el modo de vivir y de pensar de Don Bosco, y condicionó también la conducta de mamá Margarita en los meses y años siguientes» (ST 1, 29-31).
A los dos les parecía que Dios llamaba a Juan para ser sacerdote.
Y Juan pensó desde aquel momento que «su campo», el lugar donde «debía trabajar», eran los jóvenes descarriados y sin afecto, los jóvenes que van por un mal camino.
Pero él era todavía muy pequeño. Contaba con 9 años y aquella meta le parecía muy lejana. Y, en cambio...

Comprensión
1.     Explica con tus propias palabras el “Dios” de mamá Margarita.
2.     ¿Cómo reaccionaba mamá Margarita ante las tempestades y desgracias naturales?
3.     ¿Qué le pide Jesús a Juanito para hacer posible lo que parece imposible?
4.     ¿Qué le pide la Virgen luego de presentarle el campo donde debe trabajar?

Extensión
1.     ¿Qué es lo más te ha llamado la atención y por qué?
2.     ¿Cómo nos puede ayudar esta lectura en esta pandemia?