El testimonio de Vanin
Para ser sacerdote, y ayudar a los chicos
del sueño, hacía falta estudiar. Era
el camino obligatorio para tantos que querían salir del pequeño horizonte de la
vida campesina y alcanzar la ciudad, que entonces significaba «fortuna»,
«porvenir» y «vida distinta».
Juan tenía ganas de estudiar y la ley le
daba derecho a ello: las escuelas elementales gratuitas (pero no obligatorias)
habían sido impuestas a todos los ayuntamientos el 23 de julio de 1822. Pero
para Juan no bastaba. Había nacido en un cantón perdido entre las colinas y
Castelnuovo de Asti, su ayuntamiento, estaba a cinco kilómetros. Capriglio
estaba un poco más cerca, pero siempre fuera del alcance de los pasos de un
niño. El maestro, además, no tenía la obligación de aceptar a chiquillos de
otros ayuntamientos.
Como tantos niños inteligentes y curiosos,
Juan terminó de aprender a silabear gracias a un campesino que sabía leer. «El
joven Bosco —es testimonio de Miguel Rúa— tuvo como primer maestro de lectura a
un buen campesino que hace años se gloriaba conmigo de haber tenido la
suerte de ser su maestro.»
Después llegó un pequeño golpe de suerte.
«En Capriglio estaba de capellán un cierto don Bevilacqua que impartía también
clase en las escuelas elementales —contaba el viejo campesino Juan Becchis,
llamado Vanin—. Bosco tenía siete años y la madre, como no quería mandarlo a Castelnuovo
porque era muy pequeño, pidió a don Bevilacqua que le diera clase. (Margarita
tenía en Capriglio a su padre y a su madre, los abuelos de Juan.) Éste se
negaba porque no estaba obligado a aceptarle. Se le murió la criada y el Señor
dispuso que ocupara su lugar una tía de Bosco (Marianna, hermana de Margarita).
Ésta pidió rápidamente al capellán que diera clase a su sobrino: el capellán,
por consideración con la criada, consiente, y Juan Bosco fue a la escuela»
(DESR, 421).
Vanin confunde el nombre del cura pues
éste en realidad se llamaba Lacqua. Pero también Don Bosco se confundirá llamándolo
Dallacqua. El motivo es que, en aquellos tiempos, los apellidos eran variables.
El bisabuelo de los Agnelli firmaba Agnel. Al capellán de la marquesa de Barolo,
don Borel, se le llamaba también Borelli, Borello. En lugar de «don Cafasso»,
Don Bosco escribirá siempre «don Caffasso».
Curas, comerciantes arruinados y estudiantes pobretones
Juan se trasladó pues a vivir con los abuelos,
y durante tres horas por la mañana (tres horas y media con la Misa) y tres por
la tarde aprendía «lectura, religión y aritmética». La duración de los cursos
era corta, pues coincidía con la estación muerta de los campos: desde el 3 de noviembre
(después de la fiesta de los Santos y el día de los Difuntos) al 20 de marzo (vigilia
de la Anunciación).
Apenas impuestas por la ley las escuelas,
en el Reino de Cerdeña se habían dado cuenta de que faltaban textos escolares,
materiales educativos y maestros. Los curas comenzaron a hacerse cargo de las escuelas
y, durante mucho tiempo, los maestros fueron sacerdotes.
Junto a ellos daban clase también
comerciantes arruinados y estudiantes pobres. La escuela elemental, en su etapa
inferior, duraba dos años. Antonio, el hermano mayor de Juan, debió asistir al
menos por algunos meses. De hecho, sabía firmar. Sin embargo, se opuso
tercamente a que su hermanito fuese a la escuela. «Los deseos de Juan de
encaminarse a los estudios para ser cura eran ardientes. Pero graves dificultades
se oponían por las estrecheces de la familia y también por la oposición de su
hermanastro Antonio, que hubiera querido que él también colaborara en las
labores del campo» (RUA, ibíd., p.4037).
José, quizás por esa misma oposición, no fue
jamás a la escuela; y durante toda la vida firmó con la humillante cruz de los
analfabetos.
En la escuela de Capriglio, Juan
experimentó las primeras amarguras. Venía de otro pueblo y ésto era suficiente
para que los burdos labradorcillos le tomaran el pelo y lo atormentaran. «Lo
maltrataban teniéndolo por tonto, sin que se atreviera a defenderse», contó
Antonio Occhiena, ex-alcalde de Capriglio, que confesaba «haber tomado parte él
mismo en los hechos que narraba».
Los bastonazos de don Lacqua
Don Lacqua, aunque no había querido darle
clase, lo defendió. Repartió bastonazos (según era costumbre) en las manos y en
las espaldas de los ruidosos y maleducados campesinos. En sus Memorias Don
Bosco escribirá con reconocimiento: «Mi maestro fue un sacerdote muy piadoso,
don José Dallacqua. Me trató con mucha gentileza, se tomó a pecho mi educación
y más aún mi educación cristiana» (p. 14).
Luis Deambrogio, hurgando en los archivos,
halló algunas páginas de don Lacqua. Escribe con emoción: «Aquella bella
escritura, todavía con porte dieciochesco, de forma armoniosa, ordenada y
clara. ¡La escritura de quien ha enseñado a escribir a Juanito Bosco y le ha
sostenido la mano en las primeras pruebas!»15. Pero aquella amorosa escuela de caligrafía
no debió ser muy eficaz, ya que Don Bosco tuvo después una letra pésima, que
ponía en dificultades a quien debía reescribirla o simplemente interpretarla.
(También yo he hecho la prueba, sacándome los ojos en los largos párrafos de
las Memorias, escritos de una manera verdaderamente imposible.)
Cuando, cercana la fiesta de la
Anunciación, don Lacqua puso en libertad a sus diablillos, prestó a Juan (que
tenía más ganas de leer que todos los demás juntos) tres libros: Los Reales de
Francia, El Güerrín mezquino y Bertoldo y Bertoldino. Creía ayudarle a pasar
algunas tardes divertidas, pero, en realidad, lo encaminaba por un sendero de
éxitos y sorpresas.
8. Sobre un banco y sobre una cuerda
Espíritus en el desván
Juan Bosco era un narrador nato. Le
gustaba contar (cosa que pasa a muchos) y a los demás les gustaba escucharlo
(cosa que le sucede a pocos).
Desde los primerísimos años, recuerda en sus
Memorias, lo que atraía a sus jóvenes amigos «y les divertía muchísimo eran mis
cuentos» (p. 19).
En los días de lluvia los chicos se
aburrían. Terminaban sentándose en el pajar, y él contaba. ¿Qué cosa?, pues los
hechos más curiosos que le habían sucedido.
Un «fragmento fuerte», contado quién sabe
cuántas veces y escenificado de muchas maneras, era el episodio de los
espíritus en el desván, ocurrido durante una vendimia en Capriglio. En torno a
la mesa, la noche era avanzada, el abuelo narraba socarrón cosas sobre brujas
y fantasmas, cuyos lamentos a veces se oían en el desván. Quería meter un poco
de miedo a mujeres y niños, y en cambio «¡cataplum!», un golpe en el techo hizo
saltar a todos con el corazón en un puño, incluso al viejecillo cogido por sorpresa.
Y después del golpe se oyó un ruido como de algo que se arrastra. Como ocurre
en estos casos, una mujer gritó: ¡Virgen María, los muertos!». El miedo se
palpaba. Juan, en cambio, (y lo contaba con sinceras muestras de modestia), ni
siquiera sentía una sombra de miedo. Se levantó, empuñó un bastón y dijo al
abuelo: «Lo que se arrastra no es un muerto, sino una garduña que te comerá las
gallinas. Voy a echarla fuera». Alboroto de las mujeres y mamá Margarita, que
tiene también miedo, acaba por dar la razón a Juan, y le espera al pie de la escalera
con dos lámparas. En el desván, las luces hacen vislumbrar un cesto de mimbre
volcado que camina. Otro alboroto de las mujeres, hasta que Juan coge el cesto
y... suelta a una gallina asustada. Al pobre
animal se le había caído encima el cesto
mientras picoteaba los granos de trigo aprisionados entre los mimbres, y lo llevaba
de aquí a allá, rabiosa y asustada, intentando liberarse. Todo terminó en unas
carcajadas enormes y con la pobre gallina en la cazuela (MBe 1,83s).
El best-seller de las veladas campesinas
Juan era un chiquillo y no tenía todavía muchas
cosas suyas que contar. Por consiguiente, después de la aventura de la gallina
que terminó en la cazuela, y la del ladrón que quería robarle los pavos,
«contaba esos hechos que había escuchado en los sermones». Pero a menudo los
hechos se habían terminado y la lluvia continuaba. Y un día le vino la gran
idea: «Esperad, voy a coger un libro que me ha prestado don Lacqua». Y volvió con
Los Reales de Francia.
Desde aquel día las aventuras maravillosas
del emperador Carlomagno y de sus paladines, las masacres provocadas por la
espada mágica Durlindana y las traiciones de Gano tuvieron un éxito fulminante.
En el invierno, las familias pasaban las
tardes al calor de los establos. La voz de que Juan Bosco leía historias
maravillosas se corrió velozmente. «Me invitaban todos. (...) Estaban contentos
de pasar una tarde escuchando inmóviles la lectura de los Reales de Francia. El
pequeño y pobre lector estaba de pie sobre un banco para que todos pudieran
verlo» (Memorie, 20).
«A los once años hacía juegos de manos»
En el «sueño de los nueve años» había
visto una muchedumbre de muchachos, y se le había pedido que les hiciera el
bien. Casi sin darse cuenta había comenzado así: con los cuentos en el pajar y
en los establos. «Es curioso el hecho —recuerda— que por allí se decía: “Vamos a
escuchar el sermón”, porque antes y después de mis cuentos hacíamos todos el
signo de la cruz y recitábamos un Ave María» (Memorie, 20).
¿Por qué no continuar haciendo el bien a
aquellos muchachos en la hermosa estación que ya comenzaba en el campo, entre
los pétalos blancos de los almendros y los rosas de los melocotoneros?
Y esto es lo que hizo.
«Los días en que se celebraba mercado y
feria iba a ver a los charlatanes y saltimbanquis. Observaba atentamente sus
juegos de manos y sus ejercicios de destreza. Una vez en casa, ensayaba y
reensayaba hasta que lograba realizarlo también yo. Son inimaginables las
caídas, los resbalones y los tumbos a los que os arriesgáis. Con todo, aunque
es difícil creerme, a los once años yo hacía juegos de manos, el salto mortal,
caminaba con las manos, saltaba y bailaba en la cuerda como un saltimbanqui
profesional.
Los días de fiesta, los chicos de las
casas vecinas y también los de barrios lejanos venían a buscarme. Daba el
espectáculo haciendo algunos juegos que había aprendido.
En I Becchi hay un prado en el que crecían
diversas plantas. Una de ellas era un peral de otoño, muy robusto. A aquel
árbol ataba una soga que tiraba hasta anudarla en otro. Al lado colocaba una
mesita con la bolsa del prestidigitador. Sobre el suelo extendía una alfombra
para los ejercicios a cuerpo libre.
Cuando todo estaba preparado y muchos
espectadores esperaban ansiosos el comienzo, invitaba a todos a rezar el
Rosario y a cantar un canto religioso. Después subía a una silla y pronunciaba
el sermón. Es decir, repetía el que había escuchado por la mañana durante la
Misa, o contaba algún hecho interesante que había escuchado o leído en un
libro.
Acabado el sermón, todavía se rezaba una
breve oración, y después comenzaba el espectáculo. El predicador se
transformaba en un saltimbanqui profesional.»
Antonio, 18 años, miraba desde lejos
«Realizaba saltos mortales, caminaba con
las manos y hacía piruetas arriesgadas. Después, comenzaba los juegos de manos.
Tragaba monedas e iba a recuperarlas en la
punta de la nariz de los espectadores. Multiplicaba las bolitas rojas, los
huevos, convertía el agua en vino, mataba y hacía trozos un pollo para volverlo
a resucitar poco después y cantar con alegría.
Finalmente, saltaba sobre la cuerda y
caminaba tan seguro sobre ella como sobre un sendero: saltaba, bailaba, me
apoyaba con las manos soltando los pies al aire, o volaba cabeza abajo
suspendido de los pies. Después de algunas horas estaba cansadísimo. Concluía
el espectáculo, rezábamos una breve oración y cada uno volvía a su casa.
De mis espectáculos excluía a aquellos que
habían blasfemado, sostenido malas conversaciones, y a quien rechazaba rezar
con nosotros. (...) Mi madre me quería mucho. Yo le contaba todo: mis
proyectos, mis pequeñas empresas. Sin su aprobación no hacía nada. Ella sabía todo,
observaba todo y me dejaba hacer» (Memorie, 20s).
Pero había otro también que observaba
todo: el hermano Antonio, que ahora tenía 18 años y era fuerte y receloso como
un novillo. Lo miraba de lejos y masticaba rabia. En la mesa algunas veces
estallaba: «¡Yo me rompo los huesos en los campos, y éste aquí hace el charlatán!
Crecerás lleno de vicios». Juan sufría al escuchar aquello.
RESPONDE
1.
¿Qué es lo que más te ha llamado la
atención? ¿Por qué?
2.
Escribe tres palabras nuevas y su
significado.